Dispuesta a dar otro paso, pidiéndole permiso al pie izquierdo, fue que me di cuenta de que no tenía las piernas. Desvanecida de la rodilla para abajo, entre mi vestido y el suelo no había más que un hueco por el que podía pasar perfectamente alguien arrastrándose o un animal pequeño. Sobre las rodillas descansaba lo demás, confundido por la desaparición de las pantorrillas y todas las otras partes que van de ahí hasta los pies.
No había sangre ni huesos a la vista, solo la ausencia de media extremidad. Corría bastante bien el aire y el hielo del día no calaba ningún hueso, y no había ningún calambre en ningún músculo.
Cuando llegué a casa encontré lo que me faltaba, al lado de la estufa. Todavía no me las quiero poner.
No hay comentarios:
Publicar un comentario