jueves, 16 de junio de 2016

Espinazo

Estábamos jugando en el patio cuando de repente nos llaman a todas las niñas al camarín. Partimos corriendo como si verdaderamente nos hubieran metido un ají entre nuestros cachetes infantiles. Al llegar al camarín subterráneo la profesora de educación física nos pidió que nos sacáramos la polera e hiciéramos una fila frente a ella.

Ojala se hubiese abierto un agujero negro entre las baldosas blancas y mis zapatillas de Barbie, porque nos iban a pesar y a ver si teníamos la columna alineada. Yo era evidentemente más gorda que mis compañeras, ningún hueso iba a asomarse por esa espalda adiposa. Las miraba a todas, tan parecidas a la muñeca dibujada en mis zapatillas: varias eran rubias y flaquitas, morenas con cabellos largos y preciosos; luego me miraba a mí, una niña gorda con zapatillas de Barbie y una guata parada que se asomaba por mi polera blanca con tela de cebolla. Tenía miedo, porque ellas me miraban también a mí, y sabían lo ridícula que me veía con esas zapatillas, hasta la profesora me retó reclamando que no iban de acuerdo con la salida de cancha del colegio.

Me saqué la polera, la tomé con mis manos y me tapé con ella los pechos de grasa y mi guata, como lo continúo haciendo hoy en día, a pesar de ya no tenerla así como para esconderla tanto. Avanzaba tan lenta la fila, sentía quemarse sobre mi grasita de infante las miradas de mis angelicales compañeras, sentía la ira de los ángeles del cielo reclamar para mí el castigo divino por infringir alguna regla primordial de la religión ficticia que se me acaba de ocurrir.

Cuando llegó mi momento la profesora me pidió que inclinara mi dorso hacia el frente para poder marcar con un plumón permanente sobre mi columna. Lo hizo aleatoriamente, porque mis vertebras parecían haberse desvanecido de mi lomo. Yo no sentía el pasar del lápiz por sobre mis huesos como podría hoy en día; se siente tan fuerte cuando te tocan los huesos, pero yo no tenía ninguno como para que alguien me los marcara.

Me miraba los zapatos y las niñas me miraban la espalda.

“Profe, la Valentina no tiene columna” 

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